AUTOR: Guadalupe Burelli
La primera vez que le hablé a Antonio Pasquali de entrevistarlo para este libro (Italia y Venezuela: 20 testimonios), no se mostró muy convencido. Estaba escaso de tiempo, se acercaba la Navidad y con ella la preparación de los platos rituales, y recordar sus pasos era un ejercicio que le era ajeno y no parecía hacerle demasiada gracia. Pero cuando luego me propuso que hiciéramos la entrevista a través del correo electrónico acepté de inmediato el cambio de señas, porque era atractiva la idea de dialogar cibernéticamente con un comunicólogo de su importancia. En definitiva ¿qué diálogo puede ser más contemporáneo que ese? Quizás el “chateo”, que ocurre en tiempo real. La experiencia terminó siendo muy buena y creo que logramos mantener el ritmo de diálogo que permiten las entrevistas cara a cara. Después de todo –me atrevo a decirlo– el que más disfrutó fue Pasquali, y ahora, espero que sus hijos y sus nietos para quienes –me confesó– había dedicado este ejercicio nemotécnico.
—¿Dónde y cuando nació?
—Nací el 20 de junio de 1929 en Rovato, un poblado pedemontano del norte de Italia, en Lombardía, vetusto baluarte de frontera de la República véneta con el condado de Milán, y desde siempre mercado de ganado. Pese a ostentar en su escudo de armas el mismo elegante león de San Marco, en familia lo llamo –con mil excusas– un pueblo de mierda, y no por masoquismo, sino por el recuerdo más pertinaz de mi primera infancia: miles de vacas trashumantes que cada verano eran llevadas a pie a pastar a los Alpes y traídas luego de vuelta, dejando su calle principal recubierta de bostas por varios días. También me ha dejado recuerdos menos rabelaisianos. Al tener, por ejemplo, la insólita característica de estar recostado de una colina morénica que abandonó en plena llanura la última gran glaciación, desde su cumbre, en los más cristalinos días de diciembre, el espectáculo de cuatrocientos kilómetros de arco alpino recubierto de nieve es sobrecogedor.
—¿A qué se dedicaba su familia en Italia antes de venir a Venezuela?
—Mi madre era “rovatesa” de pura cepa, mi padre no y bastante nómada, como hijo de un farmacéutico que había ganado por concurso farmacias, en un pueblito de los arrozales piemonteses (donde naciera), luego en una ciudad alpina y finalmente en Rovato. Mi madre siempre fue del hogar. Mi padre, el factótum (administrador y agente viajero) de una pequeña empresa agrocomercial de provincia, que le permitió disponer de uno de los primeros teléfonos de manivela y de uno de los primeros automóviles del pueblo. Se caló la Segunda Guerra Mundial completa con las tropas alpinas; resultó herido en Rusia, fue reclutado luego por la efímera República de Saló y enviado al frente al norte de Florencia, lo que aceptó con estoicismo y sin titubeos en la creencia absoluta –se lo oí repetir decenas de veces– que era la única manera de evitarle a Italia un feroz tratamiento modelo Polonia o Yugoeslavia de parte de los enfurecidos alemanes.
—¿Cuándo y por qué vinieron?
—Soltado de un campo norteamericano de prisioneros de guerra a las pocas semanas de concluida la guerra, con su empresita pueblerina vuelta ceniza por una bomba incendiaria, oyó hablar de la búsqueda de inmigrantes en embajadas latinoamericanas, y se presentó con algunos colegas a la de Venezuela en Roma. A los pocos meses estaba en Paparo de Barlovento, de director de la Comunidad Agraria Miranda número 1, una de las que creó el gobierno de Gallegos, y a la que trajo posteriormente casi cien familias de campesinos italianos. En cuanto se le despejó la situación, nos trajo a mamá, a mi hermano menor Agustín y a mí; mi hermana mayor, Sandra, recién casada, llegó más tarde. Llegamos a Puerto Cabello con el vetusto Lugano, siempre al borde de un accidente mayor, el 18 de febrero de 1948.
—Llegó entonces usted a Venezuela de casi veinte años. ¿Qué hacía en Italia en aquel momento?
—Llegué teniendo 18 años y medio, la misma edad de Henri Kissinger cuando llegó a Estados Unidos, pero él terminó siendo canciller y yo no… ¡qué broma! Estudiaba segundo año de Liceo Clásico, y pese a todo vivía una explosión de adolescencia feliz tras una niñez marcada por una terrible guerra, con indigestiones de jazz y películas americanas, mucha bicicleta, descubrimiento de pasiones, cigarrillos y eros, y saber que pronto, cualquier día, comenzaría para mi una vita nova en un país de vagos contornos pero que me impondría un plexo de decisiones morales, intelectuales y afectivas.
—¿Cuál fue su última imagen de Italia al partir?
—No tengo grabada ninguna imagen particular de país natal y abandonado, y le diré de una vez –desde luego mi vida de viajero, en gran parte profesional, me ayudó a banalizar los lugares–, que entre los valores que cultivo en medida mínima o nula están la añoranza y la nostalgia topográficas, esa saudade decimonónica hoy obsolescente y como esterilizada por la omnipresencia de lo icónico, la telefonía, los jets e Internet. Prefiero una y mil veces vivir disparado al futuro, y en lugar de encanallarme zapando la huerta de los recuerdos o llenando álbumes de fotos, responsabilizarme a tiempo pleno del mundo que dejaré a mis sucesores. Una vez fui casi ex profeso a Cáceres, España, a meditar el tema en aquella ciudad inventada por colonizadores enriquecidos y añorantes de retorno, hoy fantasmal; en cuanto traspasa el umbral de la normalidad, la nostalgia del tópos, del lugar-raíz, huele a cementerio, a miedo a la adultez, a terror del porvenir. Creo que los inmaduros e inseguros de toda borda hacen de su vida un incesante regressus ad uterum, viven mitificando gentilicio, lugar de nacimiento y héroes ancestrales para sentirse guapos y apoyados.
—¿Y cómo se sintió ante el mundo desconocido que lo aguardaba? ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de Venezuela?
—Es la primera vez que me formulan y me formulo una pregunta así, acostumbrados como estamos a encontrarla en contextos digamos más frívolos. Reconozco ante ella que el estereotipo de lo real maravilloso, ya tan manido y poco significante, es como ineludible en casos como el mío. Usted soltó la pregunta, aguánteme ahora mi personal Macondo: hacia 1951, trabajé año y medio en Grabados Nacionales del Cementerio codo a codo con García Márquez, él en el fotomontaje de Momento, una revista de Plinio Mendoza, yo de Venezuela Deportiva, y algo debe habérseme pegado por ósmosis.
Mis primerísimas y más o menos trascendentes impresiones fueron un vomitivo viaje en autobús ARC de Puerto Cabello a Caracas, unos cinco días en el hotel La Torre, diagonal con Catedral, que mi padre aprovechó para sus visitas a la Corporación Venezolana de Fomento y probarse un traje en la Sastrería Morreo, un policía que me hizo desistir de mi intento de cruzar la Plaza Bolívar en shorts, algunos recorridos por el mercado de San Jacinto –una de las mejores radiografía de la Caracas de 1948–, un viejito que vendía miel en Gradillas gritando a voz en cuello mier…dabeja y otras estampas así. Las paredes del país entero llevaban la misteriosísima inscripción Lalo estuvo aquí, y la pieza musical del momento, imborrablemente grabada en mi memoria dura, era La múcura está en el suelo, mamá no puedo con ella. Paparo, donde pasé seis meses hasta comenzar clases, incorporó a mi vida, para usar un símil, el mundo del aduanero Rousseau: los ojitos de las babas brillando de noche en el caño Perucho, un trozo de agua mala tirado en la arena que dejó su mancha en mi espalda de por vida, el taquetaque de grandes jaibas azules paseándose insolentemente por el piso de cemento bajo mi chinchorro, una nevera de kerosene que le dio por incendiarse una noche, perezas y culebras, rugientes araguatos y escurridizas iguanas. A unos doscientos metros, entre la casa y la playa, aún pasaba dos veces diarias el trencito de muñecas El Guapo-Carenero. Transcurrí una vez una luminosa y tórrida mañana en la estacioncita de Carenero atestada de sacos de cacao; el piso estaba literalmente recubierto de semillas pisadas, fermentando y despidiendo un aroma tan profundo, conminatorio y pasional que igual terminó por incorporarse, feliz y definitivamente, a mi DNA.
—Sin duda, su Macondo personal. ¿Cómo se produjo su retorno a clases?
—Fueron los dos últimos años de bachillerato en humanidades (1948-1950), que me salieron por equivalencia y a los que incumbió un rol protagónico, si así puedo decirlo, en la nacionalización de mi espíritu.
Mi padre, un laico blando, había decidido irse por lo sólido e inscribirme a 4 año, como externo, en el Liceo San José de Los Teques, el del gran Padre Ojeda que medio país conoció. Ese colegio era excelente, su profesor de matemática y médico del pueblo fue el único ser en la tierra que me hizo amar la trigonometría ¡el colmo!, mientras la señora Casado, en cuya pensión vivía, me iba enfermando el estómago con sus incesantes huevitos en manteca los tres cochinitos. De entre los numerosos compañeros de clase, trabé una sólida amistad, que perdura, con el tequeño Gustavo Coronel. Su bella hermana Cristina, sus apacibles padres –su papá era director de Correos–, la sombreada casa de tinajeros y helechos, el aire de pulcritud, honestidad y serenidad que allí reinaba, fueron construyendo en mi espíritu una suerte de modelo de familia venezolana clase media depositaria de sólidos valores con el que yo me identificaba totalmente, y en el que veía el núcleo duro de un latente y mucho mejor destino nacional.
El año siguiente, mi 5 año de Humanidades en el Liceo Andrés Bello, remachó en mi alma aquella transición interior. Eran los años en que los ministros de educación podían declarar, con orgullo y sin mentir, que el peor liceo público del país era mejor que el mejor de los privados. Nuestros profesores eran gente como Edoardo Crema, Ernesto Mayz Vallenilla, J.L. Salcedo Bastardo o Dionisio López Orihuela. Entre mis compañeros: Marisa Kohn, Luisa Alvarez, Haydée Castillo, Isabel Bustamante, Alberto Rosales, Luís Aníbal Gómez, Gustavo Coronel, Guillermo Sucre, Ovidio Pérez Morales, Isidro Morales Paúl y Francisco (Paco) Álvarez, todas personas maravillosas que ignoran cuánto yo les debo. Hicimos hasta un periódico, Espiral, del que logramos sacar, creo, tres números. Yo vivía en aquel entonces en una pensión de la urbanización San Antonio, en la que también se hospedaba el estudiante de Economía Armando Córdoba, y de noche me venía en bicicleta a la esquina de Ferrenquín a ganarme diez bolívares como corrector de pruebas de El Gráfico, el periódico copeyano.
—Esos dos años de bachillerato criollo, con tan extraordinarios profesores y compañeros, fueron desde luego para usted un acelerador de muchas cosas. Su inclinación por la filosofía ¿venía de atrás o nació en ese contexto? Cuénteme algo de su vida universitaria y de lo que hizo en aquellos años.
—Sí, de verdad que fueron años, situaciones y encuentros realmente excepcionales, pese a que debutaba la dictadura perezjimenista. Guillermo Sucre los ha recordado con afecto y generosidad en un artículo de El Nacional del 19 de diciembre de 2004: “1950 en el Andrés Bello”. Mi ingreso a Filosofía –otra pregunta que nunca me hice–, se debió, pienso, a una mezcla de inclinación personal con el hecho, público y notorio, que la Escuela de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras era en aquel entonces un poderoso faro del saber que descollaba muy por encima de cuanto la rodeaba. Pudiera hasta decir, sin temor a equivocarme, que fue por años uno de los tres grandes puntos de referencia intelectual de Latinoamérica: Buenos Aires con Risieri Frondizi y Rodolfo Mondolfo, México con José Gaos, Alfonso Reyes, Eugenio Imaz y varios más; Caracas con Granell, Pérez Enciso, Moles Caubett, García Pelayo y Juan David García Bacca. El único handicap nuestro fue no disponer, como Argentina y México, de un poderoso sistema editorial de respaldo; la ilustre diáspora española de México tradujo en esos años inter alia todo W. Dilthey y todo N. Hartmann, proporcionándole al castellano, con Gaos, la traducción de Ser y tiempo de Heidegger en 1950 ¡quince años antes de la primera versión al francés por Gallimard! Pese a su asistematicidad, pondría a García Bacca un peldaño por encima del propio Ortega y Gasset. Su excepcionalísima riqueza de conocimientos, experiencias de vida y lenguas, sus complejidades, sensibilidades, donaire y pluma marcaron de manera indeleble a todos quienes tuvimos el privilegio de escucharle cuatro años de cursos.
De la UCV me cabe decir públicamente que fue para mí el alma mater, la madre generosa en todo el sentido de la palabra. Me dio, no solo una envidiable formación filosófica, sino también una beca estudiantil de OBE de ciento ochenta bolívares mensuales en momentos de vacas flacas para mi familia; luego, una ayuda que me permitió doctorarme en París, una vida profesional en ella, dos años sabáticos y un Doctorado honoris causa, facilitándome además, en 1974, la realización de un sueño: la creación del primer Instituto latinoamericano de Investigaciones de la Comunicación, el Ininco. Durante el primer año y medio de la carrera recibí clases en San Francisco, algo que también deja huella. Las veces que me ha tocado ir a alguna de las Academias hoy allí hospedadas, paso solapadamente delante de las que fueran mis aulas, y le juro que vuelvo a oír las voces de Crema hablando de asociacionismo o de García Bacca comentando El Banquete. Eran los años que precedieron la explosión educativa, en toda América Latina no había más que doscientos veinte mil estudiantes universitarios, cuando hoy Venezuela tiene 750 mil y la sola UNAM de México más de millón y medio. Luego, vino la Ciudad Universitaria donde fui Preparador desde 1953 de Gastón Diehl, un alsaciano al que mucho debe la historia del arte nacional, y establecí sólidos nexos de trabajo y amistad con El hecho comunicante –hoy lo sabemos con cierta claridad– es la relación ontológica fundamental sin la cual ningún plexo social puede constituirse: sin saber del otro no hay sociabilidad, ni habría perfeccionado el cerebro una de sus cuatro funciones capitales, la de producir lenguajes. 179 HABLEMOS comunica ción ÍNDICE 187-188 Juan Nuño, Eduardo Vásquez, Ernesto Mayz Vallenilla, Germán Carrera, Alberto Rosales, Pedro Duno y Federico Riú, sobre todo con este último. Con un grupito de los citados sacamos, en los 60, Crítica Contemporánea, una revista que dejó cierta huella y del diseño de cuya portada fui autor. Luego, el trabajo, a partir de la huelga de 1952, como periodista deportivo, ¡qué le parece! y la amistad con Sergio Antillano, un señor de la prensa –en su alma más profunda él era un gran crítico de arte–, que me transmitió un fuerte y educado amor por el periodismo. Vivía en el hotel Klindt, Llaguno a Cuartel Viejo: diez bolívares diarios la pensión completa. Incontables domingos bajé derecho al teatro Municipal –no era infrecuente cruzarse con el maestro Sojo, blanco, bigotudo y perennemente vestido de negro–, a escuchar música. Sin Incibas ni Conac, todo lo más granado del universo musical, digo todo, pasó en aquellos años por la Caracas de Fantasías dominicales: Furthwangler, Bahaus, Ella Fitzgerald, Klemperer, Duke Ellington… Alguien nos tendrá que explicar cómo en aquel país con presupuestos de cuatrocientos millones de dólares anuales –hoy son de treinta mil millones– había más alegría, mejor calidad de vida y más confianza en el futuro que ahora. Vi tumbar el Majestic y, a la vuelta de la esquina, cómo los bulldozer de Pérez Jiménez destripaban esa modesta pero admirable joyita de la arquitectura civil colonial que fue el Colegio Chávez. Me gradué en 1955 y me fui dos años a París, ya con una hija de ocho meses.
—¿Cuándo comenzó a dar clases?
—Comencé a dar clases y ganarme la vida inmediatamente que volví de Francia; en los colegios La Salle del Centro, Hertz Bialick en San Bernardino y Guadalupe en Sabana Grande. Inmediatamente después del 23 de enero de 1958 ingresé a mi propia Facultad.
—¿Cómo nació su interés por la Comunicación, la disciplina por la cual se le conoce más?
—Mis intereses académicos y profesionales parecieran configurar, desde fuera, una suerte de doble vida: durante un cuarto de siglo fui titular de la cátedra de Filosofía Moral y, simultáneamente, fundador de los Estudios de Teoría de la Comunicación en la Escuela de Comunicación Social y creé además el Centro Audiovisual del Ministerio de Educación. No hay tal doble vida, menos aún ínfulas de abarcar mucho. Desde que me profesionalicé en ambas disciplinas, supe que no había en ello la menor contradicción o incongruencia: reflexionar sobre las normas que rigen la praxis y sobre el hecho comunicante es enfocar desde dos ángulos distintos un solo y mismo hecho, la humana relacionalidad. La norma moral –lo único realmente irrenuncialbe, decía Descartes– rige nuestras relaciones con el Otro, y por eso el filósofo más grande de la humanidad, Platón, sentenció que la virtud moral suprema es Díke o la Justicia, una virtud relacional. El hecho comunicante –hoy lo sabemos con cierta claridad– es la relación ontológica fundamental sin la cual ningún plexo social puede constituirse: sin saber del otro no hay sociabilidad, ni habría perfeccionado el cerebro una de sus cuatro funciones capitales, la de producir lenguajes.
Todo comenzó con un amor inicial al cine, el lenguaje icónico de nuestra época, del que quedan por ahí mis arqueológicas críticas de El Nacional, que pronto me quedó corto por intuir primero, que debía instaurarse una más fundamental reflexión morfológica, semiológica, psico-social y política capaz de abarcar todas las formas, lenguajes y técnicas de la comunicación y segundo, que imperaba en la materia una espantosa confusión terminológica, a subsanar. Escuché en París los cursos de Filmología en la Sorbona; esa disciplina se quedó sin porvenir pero las clases eran dictadas entre otros por Jean Wahl, Moscovici, Merleau-Ponty, Georges Sadoul y Edgar Morin. Morin nos leía los capítulos en construcción de su esplendoroso Le Cinéma ou l’Homme imaginaire, y con él trabé una buena amistad. Creo que ellos también buscaban algo parecido. A los tres años de regresar tenía algo que decir al respecto, me refiero a Comunicación y Cultura de Masas, cuya primera edición es de 1960.
—Volvamos un poco a lo familiar. Usted tuvo una inserción veloz en el país, desdibujando rápidamente su condición de inmigrante. ¿Le sucedió lo mismo a sus padres y hermanos, o la vida social de los Pasquali se desarrolló en el ámbito de otros inmigrantes?
—Aceptaría su primera conclusión, de la inserción veloz, con bemoles. Usted toca ahí un tema capital en Latinoamérica, un subcontinente estratificado por cinco siglos de inmigración. Es un gran tema poco explorado en nuestra literatura, con la gran excepción, obviamente, del esencial y muy existencialista Mi padre el inmigrante de Vicente Gerbasi, un tema que es, por ejemplo, el hilo conductor de Santo Oficio de la Memoria de Mempo Giardinelli, premio Rómulo Gallegos.
Para clasificar casos como el mío he inventado una categoría sociológica que ofrezco gratuitamente a todo el que quiera usarla, la de “generación cero”, donde cabrían todos quienes, aún jóvenes, pasan a vivir a otro país sobre la base de una decisión de emigrar no tomada por ellos sino por sus familiares, superiores, etcétera. Sobran estudios referidos al comportamiento de la primera generación nacida de padres inmigrantes, su frecuente rechazo de los valores familiares y su afán ansioso y mimético de ser percibidos como un local –quien comenzó a bregar la independencia de la Nueva España, pero claro, era un mestizo, fue el mismísimo hijo de… Hernán Cortés–. Estimo intuitivamente, faltaría comprobarlo, que la “generación cero” es anómala respecto de la primera generación, queda atrapada en un limbo que cada quien vive a su manera, como un medio purgatorio o un medio paraíso, una esquizofrenia o una riqueza. Traducido a primera persona: creo haber vivido con normalidad mi limbo, nunca sentí la necesidad de ponerme liquiliqui ni tampoco de refouler o, por el contrario, de alardear de mi juventud italiana. Inscribí en el Colegio Agustín Codazzi a mis primeros cuatro hijos para asegurarles el dominio de un segundo idioma cercano, pese a que desde octubre de 1948 llevaba una vida de inmersión total en lo venezolano. Me nacionalicé en 1955, tuve dos esposas venezolanas y me fui a doctorar a Francia por ofrecerme un ambiente docente e intelectual más interesante que el italiano, pero quise que mis hijos pasaran un año sabático en Florencia. Por haber escogido carreras científicas o por otras razones, todos ellos terminaron finalmente, ironías de la vida, por hacer sus postgrados en Estados Unidos y en Inglaterra. Hace once años perdí un hijo mayor, de una enfermedad incurable. Una crueldad casi insoportable, prefiero no hablar de eso, él me está leyendo. Drama aparte, soy un padre y un abuelo realizado y satisfecho. Mis cuatro hijos y mis cinco nietos son gente no problem, sólida, exitosa y sensata, de todos ellos estoy orgulloso. Cuando mi primera nieta violinista, su abuelo paterno fue Marcos Falcón Briceño, me toca una partita de Bach, siento que la vida, pese a todo, ha sido bien generosa conmigo.
Mis padres, y parcialmente mis dos hermanos, sí llevaron una existencia algo más cercana a la llamada “colonia italiana” y a algunas de sus instituciones. Mi padre murió en el 67, de las consecuencias de su herida de guerra, mi madre le sobrevivió treinta y dos años, hasta sus noventa y siete. Mi hermano menor vive en Caracas, mi hermana mayor y su esposo se fueron a vivir a Miami con un hijo profesor universitario de biología marina.
—¿Cuáles son los signos de “italianidad” en su hogar hoy?
—Signos de italianidad subsistentes: tal vez en los muebles y decorado del apartamento, o en la necesidad de cultivar algún pequeño lujo inútil pero gratificante, o el Renacimiento como referente permanente. En materias culinarias, Dios mediante, soy un ecléctico, pero aborrezco la fusión. Entre estudios y Unesco he pasado casi once años de mi vida en Francia, mis principales patrones gastronómicos son pues franco-italianos, las dos mejores cocinas occidentales ¿no está mal, no?
—¿Cuál es su lengua madre?
—Creo que lengua madre es término ambiguo y finalmente insuficiente. Los vocabularios lo definen como la lengua que se aprende de la madre o la lengua de la madre patria, para mí pues el italiano en ambas acepciones. Pero el pensar y no solo del poeta –y yo me adhiero a esta teoría gnoseológica y lingüística– es buscar palabras, la palabra más adecuada y pertinente para connotar realidades y espiritualidades, hurgando en el acervo terminológico de que se dispone, o sea en nuestro vocabulario mental, que para mí sería entonces la verdadera lengua madre de cada cual. Si fuere a escribir una novela, por ejemplo –no se asuste, no lo haré– presumo que lograría expresarme con cien por ciento de satisfacción en castellano, setenta y cinco por ciento en francés y cincuenta/sesenta por ciento en italiano. ¿Será entonces más bien la verdadera lengua madre aquella en la que uno piensa y que le brota cuando busca arropar en lenguaje lo pensado? Si uno tiene además la suerte de manejar tres o cuatro idiomas, su lengua madre las contendrá un poco todas, y yo agradezco por ejemplo al francés el prestarme a menudo la distinción savoir/sagesse que no tenemos en castellano, al portugués su saudade, al italiano su vocabulario musical y gastronómico, o al inglés su insight.
—Ya que usted mencionó comida y además es miembro de la Academia Venezolana de Gastronomía, cuénteme cómo y cuándo comenzó ese interés. ¿La gastronomía era algo importante en su familia?
—No, en mi familia el amor al buen comer era innato aunque modesto en sus pretensiones, como en toda familia clase media del norte de Italia. Esa es la parte de la bota en cuyas pequeñas cortes del Renacimiento, contrariamente a ciertas creencias, nace la gran cocina italiana: siete de sus nueve más importantes incunables salen a la luz de Florencia para arriba. La primera obra de cocina impresa en el mundo, De Honesta Voluptate et Bona Valetudine es publicada en 1474 por Bartolomeo Sacchi llamado el Plátina por haber nacido en Piádena, un caserío cremonés a unos 30 kilómetros de mi pueblo natal. No hago esta citación por pedantería, sino para rendirle un homenaje más a quien considero todo un símbolo aún válido del moderno humanismo: escribía en griego, latín y vulgar, llegó a insultar de persona a uno de los omnipotentes papas de la época, Pablo II, por algo que consideraba injusto y lo pagó con tortura y un año de cárcel en el Castillo de San Angel, pero su ingenio era tal que el sucesor Sixto IV le confió el encargo más prestigioso de su época: prefecto de la Biblioteca Vaticana. Hace quinientos cincuenta años, un hombre así se atreve, sin temor a rebajarse ni menoscabar su prestigio, a publicar por primera vez en el mundo, y en vulgar, ¡un tratado de cocina! ¿Qué tal?, como dicen los pavos. ¿Y qué me dice de ese atributo imperecedero conferido al buen comer, una “honesta voluptuosidad”?
Volviendo al hogar: lo que sí recibí de mis padres, por goteo y sin comentarios culteranos, fueron lecciones indirectas de alto aprecio a la calidad. En mi pueblo la buena carne era un culto, pero aún recuerdo cuando papá traía de algún viaje otoñal a Piemonte un rústico bojotico de papel con dos o tres trufas blancas que perfumaban toda la cocina hasta caer en copos una noche sobre un risotto, o un vino fuerte que se mandaba traer del Sur en damajuanas, o mamá despachándome en bicicleta a comprarle a una vecina ganadera un kilo de mantequilla recién traída de los Alpes donde tenían las vacas pastando, envuelto en hojas de higuera y que sabía a gloria… Ese es mi “puesto de las fresas” donde seguramente brotó mi afecto al buen comer.
—¿Cocina siempre o es un chef ocasional? Por ahí se habla de sus hallacas de langosta… ¡en la aldea global nada es secreto ya!
—Ocasionalísimo, y luchando eternamente contra el sobrepeso. La diferencia entre los profesionales y nosotros los amateurs, por cultos que seamos, es que nos moriríamos, así de sencillo, si la mañana siguiente de ofrecer una cena a los amigos nos tocara levantarnos a preparar otra, y otra, y otra…
Mis hallacas de langosta, que elaboro con una hija más propensa que las otras a la “honesta voluptuosidad”, son magníficas, pero no presumo haber inventado la pólvora: en partes de Oriente se preparan hallacas de cazón, o de mero. Receta: masa sin onoto amasada con un gelatinoso fumet de pescado, preparar un excelente guiso con 100 gr. de cazón por persona, salado y no salpreso, como lo manda el maestro Armando Scannone; depositar en el centro de cada hallaca un medallón de langosta flambeado al coñac. Todo el resto según rutina.
Sin embargo, déjeme precisarle que yo privilegio la repostería, el capítulo más moderno de la cocina, y más específicamente la del chocolate. Amar el chocolate y vivir en Venezuela es algo así como estar instalados en el Edén, en el jardín de las Hespérides, en el Shalimar de su propio placer.
—Los “picos finos” son generalmente ricos en anécdotas gargantuescas. Cuéntenos una de las suyas.
—Inmediatamente. Un diciembre de comienzos de los años sesenta. A Federico Riú y a mí nos separaban dos pisos apenas en el mismo edificio. Su insistente mitificación del “pueblo de cerdos de mi madre”, en la provincia de Lérida, me dio la prosaica idea de asar un lechón navideño que compartiríamos. La escogencia de la víctima, en La Candelaria, fue un paseo. Canónicamente adobado, con su manzana roja en la boca, lo bajamos a la panadería de la esquina para que por favor nos lo hornearan. Qué pena –nos dijeron los amigos portugueses panaderos– nos encantaría, pero tenemos hornos italianos de boca estrecha, no pasa. Depositado el animal en la maleta del carro, comenzamos un ruleteo de horas, en círculos excéntricos, por las panaderías del barrio y aledañas. Todas, lo que se dice todas, tenían horno italiano de boca estrecha. El pánico comenzaba a cundir. El último portugués de la serie, apiadado, nos contó haber oído hablar de una panadería en Baruta que sí tenía un viejo horno de boca grande y redonda. Al cuarto de hora estaba localizada; sí nos hornearían el cerdito pero… había una cola como de veinte metros en la calle, esperando turno para la entrega de su animal: un espectáculo medieval de corderos, pavos y cerdos. Por media hora sostuvimos estoicamente la bandeja del puerco bajo un sol inclemente. Pero fortuna fortes adjuvat; ningún conocido pasó por ahí, nadie pudo echar el cuento de haber cazado a los titulares de las cátedras de Métafísica y de Filosofía Moral de la Universidad Central de Venezuela, en una cola en Baruta, cargando un cerdo en bandeja.
—¡Una escena de cine! Dos preguntas que no quiero dejar en el tintero. Primera: por sus posiciones sobre todo en cuestiones de comunicación, usted ha sido acusado alternativamente de derechista y de izquierdista. ¿Qué es usted políticamente hablando?
—Soy un geminiano atípico, poco volátil y mutante. Desde que tengo uso de razón política soy un demócrata de izquierda, miembro virtual de una inexistente ala izquierdista de Acción Democrática o algo así. Actualmente formo parte del Comité Directivo de Izquierda Democrática. Pregono la necesidad para el país de un tercer polo comunicacional, ni gobierno ni empresarios, un verdadero Servicio Radiotelevisivo Público no gubernamental. Por eso me han odiado tanto los gobiernos como los empresarios de los medios, con toda clase de acusaciones y amenazas, en una ocasión incluso de muerte cuando el Proyecto Ratelve en 1974, año en que por cierto trabé una sólida amistad con Juan Liscano que duró hasta su muerte. También creo que la Venezuela política, tan generosa con las diversas capas de inmigrantes que la poblaron, ha, sin embargo, cometido el error histórico, por inseguridad, acomplejamientos o qué sé yo, de no conferir rápidamente estatus político a los inmigrantes que recibía, lo que hubiese acelerado muchos procesos evolutivos. El mejor gobierno de la democracia fue el del primer CAP. Creo que el mundo actual es gobernado por peligrosos halcones y que hay que restaurar la tolerancia en la tierra y en el país. Aborrezco por igual el paneconomicismo y el populismo a lo Julián Pacheco que nos agobia. No veo más caminos políticos que el de humanizar seriamente al capitalismo con democracias fuertes y sensatas, al estilo escandinavo. Soy optimista, siento que Venezuela volverá a ser un país de buena referencia en América Latina.
—Entonces, una pregunta intermedia: ¿No le parece bastante insólito su optimismo al pretender vislumbrar, sin quimeras de por medio, un futuro de democracia liberal y fuerte contenido social al estilo escandinavo? ¿Qué razones tiene para sentirse así?
—Primero, porque en Venezuela se acumulan absolutamente todos los “fundamentales”, como dirían los banqueros, para ser la Suecia de Suramérica y hasta más: inmensos recursos del primario, inmensa producción de energía, inmensos caudales hídricos, inmensas reservas de biodiversidad, clima benigno. Segundo, porque con retoques, mejor selección y buen talent scout, su propia población está preparada, con pocas excepciones, para gerenciar un país mucho más desarrollado que el actual: tenemos más universitarios por mil habitantes que Francia.
Queda el problema político, pero seamos un poco hegelianos: todo lo real es racional; hasta el chavismo, si cabe, ha venido a llenar, estrambóticamente, un papel histórico, el de drenar retenidas acumulaciones de resentimiento social. Actualmente afianzado en una bonanza petrolero-tributaria sin precedentes, terminará por vaciarse de contenido pero nos habrá permitido alcanzar un estado superior de madurez, en que podamos pasar a la síntesis de muchas componentes de la nacionalidad. La cultura nacional, por ejemplo, contiene un ininterrumpido filón racionalista, de Vargas a Razetti a Gil Fortoul, Caracciolo Parra, Mario Briceño Iragorry, Picón Salas, Fernández Morán, Raúl Villanueva, Soto o Cruz Diez, siempre más o menos elegantemente marginado, que deberá entrar impetuosamente en dicha síntesis hasta lograr la transformación del país. En todo este proceso, el surgimiento de fuertes líderes políticos de nueva generación será crucial.
—La segunda pregunta, entonces: usted, un conocido comunicólogo, me impuso realizar esta entrevista por medio del vaivén del e-mail, lo que ahora considero un éxito, y quisiera que nos explicara la fascinación de la juventud actual por el inacabable chateo escrito por SMS, e-mail y messenger.
—Comprendo su asombro, ¡figúrese, yo que usé los teléfonos de manivela y los interruptores de perilla! Las generaciones nacidas después del desembarco del hombre en la Luna están en otra galaxia tecno-cultural. Mi último hijo que estudia en Londres y es un fanático del fútbol, cada vez que hay un partido que se transmite acá y no allá, me contacta por Messenger, me pide le solicite asistencia remota, toma el comando de mi computadora mientras yo me quedo sentado a ver como mueve mi flechita, instala el programa de fútbol en el recuadro de la imagen web-cam, se lo transmite a sí mismo y se apoltrona en su cuartucho de Balham a disfrutar full pantalla un partido completo que se juega en Milán y le llega en tiempo real vía Caracas.
Con relación al problema que usted plantea. Primero: démosle gracias a Dios por esas tecnologías que –pese a su invención de abreviaturas, emoticones, etcétera– han venido a reforzar el escribir y el leer, muy seriamente amenazados por lo icónico. Pudiera parecer una actitud estúpidamente conservadora, y no es así. Al cerebro humano le tomó cientos de milenios llegar a generar abstracciones conceptuales y palabras que las expresaran. Eso queda inscrito en nuestro ADN, en nuestro sistema nervioso, in principio erat verbum. Es el máximo milagro del que somos capaces, el único camino aún abierto para que el hombre, como decía Teilhard de Chardin, llegue a ser sicut Deus –los pesimistas opinan que nos espera un futuro en que los parias solo serán alimentados con imágenes, y la lectura-escritura volverá a ser un privilegio de los iniciados amos del mundo–. Al pronunciar o escribir un emisor la palabra “casa”, el receptor realiza una vertiginosa operación mental que lo lleva al concepto de “casa”, a la casa en abstracto sin ningún rasgo distintivo en especial. Todo icono o imagen de “casa”, en cambio, es una concretísima casa con tales ventanas y puertas, de tal color y altura etcétera; solo se expresa a sí mismo, no remite a su concepto y no necesita ser interpretado en el código de tal o cual idioma, genera una inmediata percepción sensorial-afectiva más que conceptual-abstracta. La preponderancia de lo icónico en nuestra civilización está engendrando irracionalidad, sensorialidad y superficialidad, luego explotada por dictadores y manipuladores de toda laya, lo que lleva a considerar bienvenidas las tecnologías que refuerzan el uso de la palabra, la lectura y la escritura. Perdone usted la perorata.
Segundo: a abrocharse los cinturones todos. Nuestros SMS tan diestramente digitados por los jóvenes en sus celulares, nuestras sacudidas imágenes de Messenger, nuestra rudimentaria TV satelital y nuestro costosísimo discado directo internacional son apenas la antesala muy rústica de lo que viene en unos diez años más: banalización final del transporte aéreo a bajísimo costo, desaparición de la telefonía tradicional cableada, multimedialidad total gracias al Internet Protocole IP, rastreabilidad inmediata de todo ser humano por GPS, expansión exponencial y ya algo inquietante de las computadoras masivamente inteligentes. Hoy, la computación ya llegó al equivalente de un millardo de neuronas cerebrales –nuestro cerebro contiene cien millardos–, pero antes de mediados de siglo alcanzará una potencia de cálculo de 10 elevado a 55, contra 10 elevado a 16 apenas de la estancada computadora cerebral humana. ¿Qué pasará de ahí en adelante? ¿Se cumplirá la profecía de quienes aseguran que la inteligencia emigrará totalmente de nuestra materia gris hacia el escaparate de giga-computadoras autosuficientes, las cuales comenzarán a percibirnos como subdesarrollados estorbosos? ¿Llegarán ellas finalmente al asesinato y a la freudiana totemización de su padre el hombre?
—¡Brrr!… Volvamos a algo más cercano a nuestras vidas actuales: enormes facilidades en desplazamientos y comunicaciones, globalización, el derribamiento de fronteras de todo tipo… ¿Qué sentido conservan palabras como país, nacionalidad, emigrar, inmigrante? ¿No será este mismo libro, dentro de poco, un arrebato nostálgico?
—¡Qué buena pregunta! Creo como usted que ha comenzado una gran y acelerada transición hacia un reordenamiento del mundo, impuesta –pese a las apariencias– no ya por ideologías o religiones sino por sucesivas revoluciones tecnológicas y por una racionalización económica elevada a niveles delirantes y despiadados. La globalización, por ahora, tiene dos grandes concreciones reales: las Comunicaciones por un lado, que ya habían barrido fronteras aún antes de inventarse la palabra, y la Ecología por el otro: el águila de los grandes lagos norteamericanos y los alcatraces de las islas Midway llevan hoy en su sangre la misma carga de dioxina. La otra globalización de que alardean los economistas es muchas veces un mascarón de proa para justificar imperialismos económicos. Pero hay hechos irrefutables: el comercio internacional crece en forma indetenible, los turistas han llegado al millardo anual –un sexto de la humanidad, con previsiones de 1,56 millardos para 2020–, el monitoreo científico de la tierra ya incorporado a nuestra cotidianidad: ozono, tsunamis, terremotos, glaciares, grandes icebergs, cambios climáticos, la simple meteorología etcétera, borra a diario de nuestras mentes el concepto de país o frontera.
Tenemos, además, los vaivenes político-económicos. De receptora pura, Latinoamérica es hoy proveedora de emigrantes, y le diré de paso que la actitud de países como España o Italia –dos países que despacharon por el mundo a decenas de millones de emigrantes que le reportaron riqueza–, hacia sus inmigrantes de hoy me tiene absolutamente indignado y avergonzado. Los conceptos de país o nación, claro, han entrado en crisis; siendo hoy el primer valor en absoluto la calidad de vida, la gente tiende a desplazarse donde se la aseguran. Me impactó hace años, en lo peor de la crisis peruana, que más de la mitad de su población declaraba en una encuesta que hubiese renunciado a su peruanidad con tal de vivir mejor. Pero yo me cuidaría de dar por despachadas las nociones de país o nación, creo que a los pequeños no nos conviene. Esa invitación a darlas por obsoletas viene generalmente de los imperios hacia nosotros; ellos, los imperios, ni sueñan con abandonarlas. Oiga al último vástago de la serie Bush: habla de su país como de una nación elegida que habría recibido además la misión divina de salvar la humanidad. Pero no cabe duda de que vamos aceleradamente hacia una visión integrada del hombre que enviará a la chatarra semántica nociones como las de inmigrante y emigrante, reservándolas tal vez para quienes emigren a estaciones cósmicas…
—Acépteme esta última pregunta: siendo una persona reconocida internacionalmente en lo académico y profesional ¿por qué no se dejó llevar por la tentación de trabajar en otro país? ¿Qué lo trajo siempre de vuelta a Venezuela?
—Porque si usted lo hizo de buena fe, se cambia de nacionalidad una sola vez; porque eso de luchar para dejar a hijos y nietos un mejor país es para mí una finalidad esencial e irrenunciable; porque aquí tengo mis amores y amistades, mis vivos y mis muertos.