En los pasajes finales del Fedro, uno de los diálogos más hermosos de Platón, Sócrates se despide del lugar donde ha pronunciado un apasionado discurso sobre el amor, con una conmovedora oración al dios Pan. Allí ruega a la divinidad de rebaños y atardeceres, cuyo escondite es el corazón del bosque, que lo haga bello en su alma y hermane esa belleza con todo lo de “fuera”. Sócrates respira los misterios del Bóreas, junto a un río y bajo la sombra de un Plátano, donde da vida a su profunda y compleja palabra filosófica, como si nada fuese extraño en los reinos del dios Pan; como si la metafísica platónica fuese acogida por el dios híbrido de figura humana y pezuña. Quizá tengamos que franquear los muros de la polis para enloquecer de amor; pero, quizá, los franqueamos porque hay revelaciones del alma que surgen bajo la luz del bosque. Lejos de develar fracturas o distancias, este episodio nos ha resguardado el secreto de nuestra sofisticación espiritual entrelazada de cigarras cantoras del mediodía que, como cuenta Sócrates, abrigan un pasado humano. Y aquí, entonces, podemos detenernos nosotros para pensar serenamente nuestro mundo, que hoy se expresa, animoso, en unos predios que ya no son naturaleza rencorosa de los excesos de la cultura, ni cultura arrogante que “supera” la naturaleza. Los nuestros, desde las aperturas del arte y la tecnología digital, son predios de confluencia ligera, amorosa, embellecida, entre naturaleza y cultura, physis y techne, donde la vieja unidad del mundo vuelve a florecer. Y la finura espiritual de la tecnología puede cantar con la cigarras.
La obra de Juan Pablo Valdivieso se inscribe en ese bosque fértil y digital, donde la disolución de fisuras, dualismos o heridas binarias hace posible, con una belleza poética, la irrupción de la posnaturaleza. Allí nos envuelve una empatía profunda entre las cosas, en la que la naturaleza no se escinde de lo digital; ni el alma, de la tecnología; ni nuestro cosmos, de nosotros mismos. Las redes de la tecnología digital no son el culmen de nuestra hábil “artificialidad” ajena a la physis; en realidad, parecen un florecer humano de lo que ha existido secretamente en los subsuelos de la tierra –que también son los nuestros–: las sorprendentes redes invisibles de comunicación de las plantas, que hoy nos hablan como una poderosa “Web del bosque”. En este sentido, y haciendo buena su conocida función de des-ocultar, la tecnología nos descubre uno con la existencia, evocando, así, viejas verdades sobre la interrelación de todo. El pulso delicado de Juan Pablo, su espiritualidad y su mirada interior, se erigen en estos espacios encantados, que, además, nos devuelven la conciencia de lo efímero, lo transitorio, los instantes y colores que ponen ante nosotros la propia fugacidad, nuestra verdad pasajera. Los movimientos indetenibles del alma del mundo. Al llegar a los secretos de las cosas, a sus lugares íntimos, Bloom y Las Kenningar nos permiten intuir el alma originaria de todo, aquella con la que el demiurgo hizo nuestro cosmos, híbrido de códigos geométricos y alma. Pero también nos interpelan, nos alertan, pues viene a nosotros –de nuevo– la pregunta por “lo real”, más aún, por lo intangible pero bellamente visible; por lo intangible que, en su liviandad, se cruza con lo sensible. ¿Dónde ha quedado la vieja estirpe invisible de lo intangible? ¿Qué ha ocurrido a los colores accidentales de las sustancias, que hoy revelan el movimiento de lo que se escapa a esas regiones intangibles?
Nuestros tiempos de posnaturaleza, con sus buenas nuevas son, también, ecos de los tiempos antiguos cuando la unidad plural del cosmos constituía el gran hallazgo, el supremo saber, que nos hermanaba sin jerarquías ni rupturas. Hoy venimos a esa intuición, pero con la fuerza digital, con una interioridad de la physis que se des-oculta seductoramente desde su ligereza. Si nos preguntamos por lo real o por la fugacidad del aparecer –viejos y difíciles rivales–, podemos hacerlo, con Rumi, y aventurar una respuesta: “¿Qué es el cuerpo? Esa sombra de una sombra de tu amor que, de alguna forma, contiene el universo entero”. Con esa revelación del poeta,
que nombra la fugacidad del universo y sus colores, inasibles como las sombras del amor, evocamos la elegancia de la obra de Juan Pablo Valdivieso. Su trazo delicado de posnaturaleza, testimonio del “universo entero”. En la contemplación de su obra, en esa naturaleza intervenida que somos nosotros mismos, sentimos que el dios Pan ha hallado otros lugares donde esconderse, y que aún acoge nuestras plegarias. Por ello, hagamos buena la de Sócrates, cuando pedía por su belleza interior, por el difícil trabajo del alma, al dios exuberante de la naturaleza.
Lorena Rojas Parma
COMUNICACIÓN Nº 193