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La fotografía, el fotógrafo y la narrativa de la violencia

Por Revista Comunicación
22 febrero 2021
en DOSSIER
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La fotografía, el fotógrafo y la narrativa de la violencia
Written by Revista Comunicación

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Foto: Michelle Ecker

SUMARIO

El trabajo nos ofrece un desarrollo teórico acerca de la fotografía y la violencia donde se formulan las preguntas: ¿qué función cumple el fotógrafo en la construcción de una narrativa en torno a la violencia?, ¿cómo contribuye la fotografía a sensibilizar al individuo ante la representación de la violencia? El autor trata de responderlas y concluye planteando esta premisa: hasta qué punto nuestras imágenes de la violencia –desde lo testimonial hasta lo estetizado– conforman, a su vez, una forma personal de violencia contra la memoria y los actores de esos eventos.

Es necesario que alguien asuma la responsabilidad de ir a la guerra para mostrar a los demás –a los que se quedan en casa– la naturaleza y el alcance de los peores instintos de la Humanidad.

James Nachtwey

        La fotografía es una de las ventanas a través de la cual se muestran los efectos de la violencia, ya sea con el fin de denunciar los excesos del poder mal concebido o con la intención de mostrar lo que puede ser el destino de quienes pretenden rebelarse contra él, pero no existe esa imagen sin alguien que a partir de sus convicciones e intenciones la construya, o quien por su experiencia la reciba como relato visual; por supuesto damos por entendido que tampoco existe sin un contexto en el que esta narrativa tenga sentido. El presente trabajo nos lleva a plantearnos algunas interrogantes que nos guíen en la lectura de la narrativa  de este tipo de fotografía: ¿Qué función cumple el fotógrafo  en la construcción de una narrativa en torno a la violencia? ¿Cómo contribuye la fotografía a sensibilizar al individuo ante la representación de la violencia? 

        La violencia es un hecho extraordinario en sociedades en las que los ciudadanos exigen, proponen, aprueban y acatan leyes; es decir, en un Estado de derecho. Al fallar esta condición el poder, mal concebido, se desborda en sus acciones irrespetando las mínimas normas de relación humana dando inicio a diversos comportamientos que se ramifican por todos los sectores sociales. Tal situación podemos apreciarla de manera más sensible y visible en países con gobiernos autocráticos o dictatoriales a través de miles de  imágenes producidas por quienes son testigos directos o indirectos de ello, ya sea por azar o de manera intencionada, dejando un importante testimonio visual de lo que ocurre ante sus ojos. 

        Por diversas causas, este fenómeno se manifiesta de distintas maneras en todos los sectores de la sociedad y  termina siendo parte de una cotidianidad que coloca el horror y la tragedia en la carpeta de lo intrascendente. Esa es la fosa del olvido a la que como sociedad nos enfrentamos en una batalla desigual, una que endurece la piel ante el dolor propio y ajeno. En ellas prevalece la idea del poder del victimario sobre la víctima quien, en reacción, también la ejerce para su supervivencia. 

        La familiaridad con lo atroz de la que nos habla Susan Sontag al referirse al vasto catálogo de la miseria y la injusticia en el mundo, ha crecido de manera exponencial con la aparición de la interconexión virtual y su facilidad de acceso, generando así determinadas narrativas de la violencia. Tales narrativas se debaten entre aquellas que pretenden el sometimiento a través de discursos de la fuerza y aquellas que, al mismo tiempo, se enfocan en un supuesto heroísmo que se levanta desde la violencia.

        A esta familiaridad con lo atroz ha contribuido la división del uso de la fotografía como asunto familiar y cotidiano así como recurso documental, informativo o expresivo, que se ha exacerbado en esta tercera oleada de masificación –después de la aparición de Kodak en 1888 y de la instantánea de polaroid en 1948–; la digitalización, la miniaturización de los dispositivos y los escasos controles de difusión en los espacios virtuales, han traído como consecuencia inmediata la proliferación de imágenes que muestran la violencia más allá de los conflictos bélicos y los inmensos desequilibrios sociales, una violencia cultural en “micro espacios” de la sociedad. Como es de esperarse, el tratamiento de esa imagen varía de manera significativa en su construcción como mensaje, dependiendo de la formación de quien la hace y del medio a través del cual se difunde. 

        El incontable número de imágenes e información en torno a la violencia que se difunde en los espacios virtuales día a día, deja al descubierto la magnitud de los conflictos y eventos represivos que se desarrollan sin tregua alguna dejando tras de sí hambrunas, muertes, prisión, tortura, desaparecidos, abandono de infantes y esclavitud; pero también ha crecido en esa interconexión la discusión al respecto como una forma de resistencia ante el olvido, ayudando también a la realización de juicios y a la aplicación de sentencias a quienes ejercen el poder desbocado. Es obvio que la relación entre el crecimiento de la familiaridad con lo atroz y los logros obtenidos en la justicia es abismal, no obstante creemos que, peor aún, ha sido que más allá de la pérdida de la capacidad de asombro, se ha afianzado la pérdida de credibilidad en la información que contiene imágenes y en especial las fotográficas. 

        Si tomamos en cuenta que las imágenes ya no recorren el camino a solas, sino con la inseparable compañía de la escritura que, de alguna forma, condiciona, contextualiza la lectura, así como de otros elementos que, en algunos casos, hacen de ello una experiencia estética actuando como intertextos, podemos pensar que más peligroso que la producción ilimitada de la fotografía es la masificación de la actividad informativa, más aún si esta es generada por usuarios de dudosa ética, muchas veces amparados en el anonimato. Una consecuencia de esta actividad es la ambigüedad y, en el peor de los casos, la comprobada falsedad de la información. Esta situación descalifica al emisor y, a la vez, polariza la recepción generando más violencia entre quienes ven en ella una manera de desatar y drenar sus furias internas y quiénes, desde su búsqueda de celebridad, esgrimen el argumento que el fin justifica los medios. 

        Los espacios a través de los cuales se relacionan estos tipos de recepción no son neutros; ellos responden, por una parte, a las desviaciones del poder y del mercado que crean importantes intereses para su permanencia y, por otra, a situaciones de incertidumbre ante la imposibilidad de cubrir necesidades básicas. Es lógico pensar que tales intereses afectan la lectura de las imágenes que les son opuestas, desdibujándolas según sus conveniencias. Está demás decir que quienes tienen a su cargo la imagen del poder mal concebido, están conscientes de que pueden utilizar la fotografía para enviar sus mensajes “ejemplarizantes”, colocando ante la cámara de sus productores de imágenes a las víctimas que se convierten en visiones aleccionadoras ante cualquier manifestación de descontento, por lo que devienen en cuerpos políticos, cuerpos consigna que muestran el futuro que les espera a quienes se rebelan. 

        Quienes asesoran a los protagonistas de estas desviaciones de la gobernabilidad saben que esa realidad tan fuerte puede llegar a  convertirse en una importante motivación para el posicionamiento y notoriedad a la que algunos fotógrafos no son indiferentes, de modo que estos –conscientes o no– pueden llegar a convertirse en productores de insumos para la construcción de una narrativa de la sumisión. Sobre la base de esta premisa, creemos que es importante considerar al fotógrafo como un observador intencionado que no solo forma parte de la construcción del poder, sino que es también un factor relevante en la construcción de la resistencia que lo controla. 

¿Qué función cumple el fotógrafo en la construcción del discurso en torno a la violencia?

        Por ser un testigo que suplanta la mirada del resto, el fotógrafo visibiliza a través de su dispositivo los excesos de las partes y, desde el campo de la información actúa en el mejor de los casos como “fiel de la balanza”. Por supuesto que esta condición de mirador permanente lo convierte en uno de los ejes de la producción de la memoria en el marco de los conflictos. 

        Es de hacer notar que frente a sus ojos la luz incide sin distinción sobre víctimas y victimarios; sin embargo, es el fotógrafo quien determina cuál o cuáles de estos protagonistas, y en qué condiciones, pasará a  la historia; por ello, la memoria depende en gran medida de quiénes están detrás de la cuadrícula-ojo de un dispositivo fotográfico. Estos miradores comparten el espacio geográfico en el que el evento ocurre, cada uno de ellos es un testigo que se enfrenta a las tensiones sociales, familiares,  políticas o religiosas. Ellos observan y retienen ese momento indeseable del comportamiento humano que deja la puerta abierta a Bia como encarnación de la violencia y a Némesis como representación de la venganza, por lo que no es extraño que ellas se manifiesten y habiten nuestro presente desde la imagen transgresora.

        Por lo antes expuesto, la respuesta en el acto de representar la violencia, fotográficamente hablando, tiende a ser la ejecución de un proceso en el cual se conjugan convicciones sociales, ideológicas, religiosas, estéticas, con la finalidad de narrar una situación en un espacio-tiempo determinado, de tal modo que podemos decir que quién captura, produce, selecciona y difunde la imagen, comprende que entre la posibilidad de poner en evidencia la acción violenta o detenerla para salvaguardar a la víctima se encuentra la ética. Allí se plantea la discusión interminable entre la objetividad necesaria y la resistencia efectiva, lo cual nos presenta una delgada línea de comportamiento debido a la profunda subjetividad que la dibuja. Luego, pensamos que la fotografía no está hecha para hacer justicia, sino para visibilizar la necesidad de esta.

        El fotógrafo, tal como lo hemos descrito no es un ser desapasionado o socialmente neutro, pues una vez que comprende los códigos que le son inherentes al medio, es capaz de construir un relato en tres tiempos –captura, producción y difusión– a partir del uso de cualquier dispositivo de captura, por lo cual gran parte del asombro se diluye en el proceso de producción de la imagen dando paso a una serie de acciones razonadas. El fotógrafo tiene una idea de cómo su imagen se correlaciona con las que en ese momento circulan en su contexto, es decir, tiene consciencia del lugar y del aporte que su imagen hará en el reforzamiento de la narrativa visual que le rodea. Una muestra de ello es que el autor es capaz de culminar (en una fracción de segundo), lo que la observación cuidadosa del contexto construye y que ahora, resignifica; es decir, entiende que una fotografía es una imagen de conceptos y que, toda ella, responde a la segmentación del mundo y su reducción a una cuadrícula en la que, en principio, solo tiene cabida lo que solo él decide que así sea. Decimos esto porque lejos del sentido de la inmediatez que caracteriza al usuario común de los dispositivos de captura, el fotógrafo, durante el lento proceso de producción, recontextualiza su mensaje junto a otras imágenes y otros textos visuales para construir una narrativa no lineal. En fin, en el momento de difundir su trabajo, define la distribución de la carga simbólica que previamente ha estructurado a través de un importante cúmulo de  decisiones.

        Sobre estas bases podemos decir que, la mayoría de las veces, el fotógrafo es el responsable de la construcción final del mensaje, él es quien decide visibilizar a las víctimas, mostrar u ocultar al victimario, contextualizar o descontextualizar visualmente los hechos, documentar o deshistorizar las imágenes; es quien decide eliminar u opacar determinados signos; en consecuencia, es responsable por lo que muestra, así como por lo que oculta. Así que no solo nos enfrenta a la imagen, sino que construye una espacialidad habitable desde la mirada ajena, un vagón en el tiempo coagulado en el que podemos abordar y movernos sobre la imagen hasta encontrar las relaciones entre los elementos que la ocupan. No está demás decir que sus relatos visuales se convierten en insumos de nuevas narrativas cuyo significado se acentúa cada vez más en el colectivo formando parte de las grandes narrativas que nos identifican culturalmente.

La narrativa de la violencia en el mundo de la estética 

        En el campo del arte, la fotografía se mezcla con otras disciplinas para producir hibridaciones y hacer de la representación de la violencia una acción interactiva centrada en la participación de los espectadores como parte de la construcción de ese discurso. Tal compenetración con la obra y su contexto le permiten internalizar el hecho y dejarlo de manera permanente en su memoria como experiencia de vida que inicia un nuevo relato desde otros lenguajes visuales. En esto coinciden artistas como Alfredo Jaar y sus rememoraciones, Juan Toro, Violette Bule, entre otros. Sobre estas bases, la obra tiende a desdibujar la visión de registro denotativo y directo de la realidad. 

        La imagen en el espacio estético cambia su intención primaria más aún si su origen está dado en el documento-testimonio-registro para convertirse ahora en objeto de contemplación por parte de un público determinado. El ingreso en el mundo expositivo tiene otras connotaciones a través de una estetización de la violencia. Estas imágenes responden a formas discursivas cuidadosamente engranadas y relacionadas para ir creando desde lo museográfico, lo curatorial, lo crítico y lo editorial, una nueva narrativa en la que convergen lenguajes cuyo campo de acción es variable, y va desde lo físico hasta lo virtual. 

        No es extraño entonces que algunas imágenes de la violencia en el mundo del arte inicien así su tránsito convertidas en objetos de colección, de exhibición, de estudio histórico, de análisis semióticos y, desde el mercadeo, se conviertan en hitos históricos para llegar a las aulas como modelos importantes en la visualidad del nuevo fotógrafo. Tras este peregrinar, muchas veces la imagen pasa de ser el documento de los desbordamientos del poder, a ser una suerte de fetiche de los nuevos documentalistas que se han centrado en la construcción de nuevas narrativas.

        Por lo tanto, visitar esos espacios en los que la fotografía es protagonista principal como mediador con la violencia implica tener un conocimiento al menos moderado de la construcción del mensaje [1]  así como de los factores intervinientes en su difusión desde la formación en la lectura de los lenguajes visuales y sus complejas interrelaciones.

Las dudas razonables

        Vale la pena preguntarse hasta qué punto nuestras imágenes de la violencia, desde lo testimonial hasta lo estetizado, conforman a su vez una forma personal de violencia contra la memoria y los actores de esos eventos. ¿Violentamos la historia? ¿Violentamos la información? ¿Nos violentamos a nosotros mismos? ¿Violentamos la narrativa para lograr la aceptación, validación o el premio? ¿Qué pasa con todos esos archivos almacenados en nuestros discos duros con respecto a los bancos de memoria? ¿No vale la pena acaso el sacrificio de la figura del autor como un aporte a la comprensión de nuestros hechos históricos para beneficio de nuestra sociedad violentada? Sería distinto si se tomara como tarea propia la supervivencia de la fotografía que el poder intenta mantener oculta. Bien vale el esfuerzo tal como en su momento lo hicieron los fotógrafos de Mauthausen, Antonio García y Francesc Boix o Víctor Basterra (el preso 325) en Argentina, entre otros.  

        Definitivamente hay que estar allí revisando, hurgando, acumulando, organizando. Esa es la tarea de quienes creemos en la fotografía como resistencia. La masificación del archivo desmaterializado se hace necesaria así como su discusión y documentación constante. Su inclusión en las cátedras de fotografía permitirá un acercamiento más efectivo y evitará su destrucción provocada por los cambios políticos o conflictos bélicos. Estas acciones hacen que el archivo de la violencia contra el otro deje de ser la “caja fuerte” de la memoria del país para pasar a ser la “caja de resonancia” de nuestros errores como sociedad. Tal vez de este modo la verdad estaría arbitrada y custodiada por los protagonistas alimentándose con relatos coherentes de los hechos, y ya no sería la imagen bandera de los bandos en pugna, sino las imágenes que muestran el contexto general de los conflictos. De modo que ya no serían las cuentas falsas las que hagan verídicas las falsedades.  

Notas

1 Pese a la supuesta democratización de los medios de producción y difusión de imágenes y la consecuente pérdida de confianza hacia su capacidad para reproducir la realidad, quienes (los medios e instituciones que) detentan el poder para significar las imágenes siguen y seguirán controlando la construcción (y constricción) de nuestra realidad. Solo la modificación de los órdenes institucionales y de las significaciones sociales de las imágenes podría liberarlas del insoportable peso de la representación.  Juan Albarrán Diego (2009): “Fotografía, democracia y (sin) razón. La imagen ante el dolor del otro”. Ver: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3171368

Wilson Prada

Investigador, fotógrafo, comunicador social y docente. Fundador y director de Prada Escuela de Fotografía. Autor de textos sobre cultura visual, crítica y lectura de la fotografía.

Tags: CensuraCentro GumillaComunicaciónDossierFotografíaFotoreportajeLibertad de PrensaNarrativa de la violenciaNarrativa periodísticaPeriodismoPeriodistasPrensaRevista ComunicaciónVenezuela

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