Hakim Márquez Duband
SUMARIO
En un curso online se debe formar una pequeña comunidad a la que cada participante quiere acceder todos los días, en la que se siente agradado y seguro, en la que quiere comunicarse y trabajar por unos fines comunes y unos fines individuales. Aquí proporcionaremos conceptos y vectores que pueden contribuir a que eso ocurra, centrados fundamentalmente en el huésped virtual.
Introducción
Hacer sentir bien a un huésped tiene mucho que ver con las capacidades del anfitrión.
La idea de todo aquel que ofrece hospedaje es que los que lleguen se sientan seguros. Fortalecer el sentimiento de pertenencia y constituir comunidad, por breve que sea el tiempo que pasarán juntos. Que los huéspedes quieran quedarse, pasar el tiempo, hablar con los que están allí, disfrutar, aprender, y por encima de todas las cosas: que quieran volver.
Somos animales gregarios. Nuestra especie es exigente, pero poco apta para satisfacer autónomamente sus necesidades vitales de protección, refugio y alimentación, en el sentido literal y metafórico de esos términos. Además, nuestra necesidad de establecer lazos frecuentes y estables con otras personas es incluso un tema de salud mental y física[1]. Sin embargo, no pueden darse por naturales las capacidades de relación que garantizan la constitución de comunidades sólidas, productivas y autorreguladas. Es decir, comunidades que estén “vivas”: que logren estabilizarse, que se conecten con otras comunidades, que crezcan. Y cuyo comportamiento sea ético, básicamente porque los propósitos que se establezcan a sí mismas, en la sincronía de sus impulsos, no impliquen la sujeción o la destrucción de otras comunidades o individuos.
Algunas de las capacidades que nos ayudan a constituir comunidades vivas, que fomenten conductas éticas de colaboración y que al mismo tiempo potencien la capacidad de cada individuo, muchas veces vienen emparejadas con emociones que las frenan y las anulan (pienso aquí en aquellas que surgen del antagonismo entre seguridad y libertad, entre aceptación y disrupción). Las fuerzas que intentan garantizar la creación de lazos durables pueden tender a imponer las condiciones en que lo harán, o tratan de eliminar aquello que podría ponerlas en riesgo.
De ahí que el gran reto es entender el crecimiento sin la totalidad, la influencia sin la dominación, la unión sin la anulación. Me refiero con esto al inmenso poder que tienen ciertas comunidades, sectarias, para convertirse en vías de sentido único, subyugando, anihilando a sus miembros, para hacerlos cumplir objetivos corruptos, destructores, violentos, negando la posibilidad de otras comunidades.
Muchos espacios tratan de establecerse como comunidades, con poco éxito, o a veces con pasmosa efectividad, llevando a sus miembros a niveles de fanatismo y anulación de la voluntad que hacen de ellas un problema. Irónicamente, ocurre con mucha frecuencia que las “malas” comunidades son la única oferta de refugio, o por lo menos la que más llama la atención. Las comunidades académicas deberían esforzarse por convertirse en una opción atractiva, compitiendo, o siendo tan competentes como otros tipos de comunidades (dedicadas al contacto social, a la diversión, a la religión, a la política, al deporte). Deberían lograr lo que otras comunidades logran: que la gente se la pase bien, que quieran volver, que sientan que allí tienen un lugar para ellos, que quieran progresar como individuos y contribuir con sus aportes tanto al progreso de la comunidad como a sus objetivos en relación a otros ámbitos fuera de ella.
La figura del maestro ha sido preponderante durante la historia de la educación. Siempre ha ocupado un puesto fundamental en el proceso, y su trabajo ha merecido los elogios, los obsequios y el respeto de la sociedad. Ahora son más frecuentes la desconfianza e incluso la sorna acerca de lo mucho que ganan y lo poco que trabajan (refiriéndose sobre todo a lo que consideran un exceso de vacaciones y tiempo libre). Son cada vez más numerosas las voces agoreras que anticipan el canto de cisne de los maestros, debido a la progresiva desaparición de su importancia en el proceso de aprendizaje, sustituidos por procesos automatizados. Estoy convencido de que eso no ocurrirá (y en todo caso sería terrible que ocurra), pero debemos discutir y renovar las razones que nos llevan a pensarlo. Y estas razones tienen que ver precisamente con la importancia adicional del rol del tutor (tal como muchas veces se conoce al docente[1]) en la educación virtual.
Es por eso por lo que comienzo con el “estar ahí”. Y con este concepto hago referencia al esfuerzo por hacer sentir al estudiante que cada vez que accede a su espacio de aprendizaje virtual, hay un anfitrión que está ahí apostado, esperándolo para hacerlo sentir bienvenido y ayudarle.
Para lograr este efecto[2] es clave una “inmediatez” virtual. El grupo de estudiantes de un curso va a interactuar en horarios distintos, con diversas necesidades y con requerimientos que exigirán una dedicación variable por parte del tutor. Lo más importante es que la interacción del tutor ocurra lo más cercana posible al momento en el que el alumno plantea su necesidad, dentro de los límites de lo que impone la esfera privada de la vida del tutor. Para eso debe desarrollar una disciplina de atención a sus estudiantes que lo haga estar “virtualmente” siempre allí, combinando la revisión frecuente de los medios asincrónicos (correos y mensajes, por lo menos tres veces al día) con un frecuente contacto “en vivo”, a través de una plataforma de chats (alterna, en las redes sociales, si el LMS
–Learning Management System o Sistema de Gestión del Aprendizaje– no cuenta con una propia), en los que puede darle respuesta oportuna a los requerimientos de sus estudiantes, y cualquier otro medio sincrónico en el que puedan escucharse la voz y verse las caras por lo menos una vez por semana.
Estos dos elementos quedan grandemente reforzados con la utilización del móvil como complemento del computador. A través de él, el tutor puede hacer un seguimiento personalizado e inmediato de las necesidades de sus estudiantes, sin que se susciten “vacíos” en su presencia en el curso, en los que el estudiante se sienta desatendido (de nuevo, respetando los tiempos de privacidad, reposo y esparcimiento de los que el tutor tiene derecho y necesita disponer).
De manera general, el “estar ahí” para el prójimo no es sencillo. Es duro salir de nuestro ensimismamiento y conceder que el mundo no somos solo nosotros (perversos polimorfos eternos)[1], entrar en comunidad, conectarnos constantemente para velar por otros. Pero podemos sacar provecho de que ahora sea algo común el tener disponibles múltiples comunidades virtuales para practicar: Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram, LinkedIn, por solo mencionar algunas de las redes sociales. Y además están las comunidades profesionales (muchas veces igualmente centradas en un uso de las redes sociales y de plataformas ad hoc) o las comunidades académicas. Cada una de ellas tiene sus especificidades, y todas tienen elementos en común. La idea es que, así como no podemos resistir el revisar “qué está pasando” en las redes, debemos chequear constantemente qué esta pasando en nuestra aula virtual.
Un primer aspecto de las comunidades virtuales es la “presencia social”, que puede definirse como “[…] el hecho de que los participantes sienten que están interactuando con personas reales, aun cuando la comunicación esté mediada por tecnología” (Karen, 2014). Por ejemplo, cuando hablamos por teléfono, escuchamos la voz de la otra persona, y cuando preguntamos algo esa persona responde de inmediato, de manera coherente con la conversación. Esta “presencia social” puede perderse con la asincronía de la comunicación, en foros o chats, en los cuales muchas veces no está presente esa simultaneidad e incluso esta lógica[2] .
Esta distorsión en la presencia inmediata, en el mismo espacio y tiempo[1], es solo parte de lo que muchas personas hacen referencia con respecto a la virtualidad: su frialdad de máquina, su distancia, la pérdida de la retribución, la pérdida de la empatía, la sensación de soledad frente a la pantalla vacía.
Alan Turing y Philip K. Dick proponen, cada uno a su manera, que las computadoras serán capaces de sostener interacciones con nosotros, y que no seremos capaces de darnos cuenta que estábamos relacionándonos con una máquina. La idea que quiero desarrollar aquí es la inversa (exagerando, para subrayar el punto): muchos educadores online no pasarían por humanos si fueran puestos a prueba.
Quisiéramos explorar lo que implica diferenciarnos de las computadoras en cuanto a “exhibir conducta inteligente”, en el sentido de entender lo que nos dicen, ofrecer respuestas lógicas a ello, y más allá, ser capaces de iniciar nuevas interacciones, autónomas y originales. Esto resulta indispensable para pensar en hábitos, conductas y estrategias que aumenten la permanencia en nuestros cursos en línea. Lo que debe lograrse en educación virtual es que el tutor sea identificado por el estudiante como un humano, un humano que responde a las interacciones, reconociéndolas y enriqueciéndolas, y que no lo confunda una simple programación de respuestas automatizadas, o peor aún, como una persona que “colgó” unos documentos en la red y volverá al final del período a corregir los exámenes. La idea es evitar esa percepción de muchos estudiantes de que no hay nadie allí, o de que están hablando con una máquina que solo está aparentando ser más que una máquina.
¿Pasaríamos el test de Turing y el de Voight-Kampff?
“Estar ahí” depende de las maneras. De esas maneras depende que podamos pasar por humanos. Se pensaría que solo las computadoras tienen este problema. Que la interacción con ellas no resulta igual que la interacción con nuestros pares humanos. El problema es que incluso en los cursos virtuales que están siendo administrados por seres humanos, que tienen un tutor que responde a nuestros correos y evalúa nuestros trabajos, seguimos sintiendo que algo falta, no tenemos la misma sensación de comunidad que sentimos cuando entramos al aula física, a una clase presencial. Es en ese sentido que decimos, metafóricamente, pero muy en serio, que esto implica que no seríamos capaces de pasar el test de Turing.
El test de Turing, fue propuesto por el gran genio matemático y de la computación, Alan Turing, en su paper llamado Computing machinery and intelligence. El test, llamado originalmente “Imitation game”, se propone sustituir la complejidad de la pregunta “¿puede una máquina pensar?”, por una más sencilla y medible “¿puede una máquina engañar a los pensantes?”. Consiste, en resumidas cuentas, en que una máquina logre engañar a su interlocutor, dialogando con él durante unos minutos, en más de un 30 por ciento de las veces en que lo intente.
El test de empatía, o de Voight-Kampff fue creado por Philip K. Dick en su ficción literaria ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (retomado en la adaptación cinematográfica, Blade Runner). Lo que hace es medir nuestras reacciones corporales (como lo hace el polígrafo, para detectar si estamos mintiendo) ante ciertas preguntas, comentarios o situaciones: cambios en el ritmo cardíaco o el de la respiración, dilatación de las pupilas, sudoración, piloerección, rubor, temblores, tics.
A Dick le parecía que la diferencia de los dos test era que el de Turing se centraba en la inteligencia y el de Voight-Kampff en las emociones[1]. Pero la cercanía entre ambos métodos es evidente, y para los propósitos de lo que estamos hablando aquí, ambos son importantes.
Para tratar de pasar por humanos, los robots de Blade Runner acumulaban vivencias. De manera similar, otros robots famosos, los Westworld, usaban sus restos de memoria para construir una narrativa. Así mismo nosotros, los que enseñamos en la virtualidad, debemos idear sistemas para tener “recuerdos de vivencias” de nuestros estudiantes, para poder comunicarnos con ellos a un nivel lógico-empático.
De ahí la importancia de aprovechar de manera sistemática e inteligente los primeros contactos con los miembros de una comunidad (por ejemplo, al revisar sus antecedentes y los datos que podamos obtener en las presentaciones del foro introductorio). Quizás tendremos pronto inteligencia artificial que potencie lo que allí obtenemos, y ponga a nuestra disposición los datos necesarios cada vez que vamos a comunicarnos con uno de nuestros estudiantes: un esquema en que viéramos sus gustos e inclinaciones[1], sus logros y dificultades, la historia de nuestros contactos, las preguntas que nos hicieron, las respuestas que les dimos. Exactamente como sucede en algunas películas de amor en las que el enamorado recibe datos “secretos” de la persona amada, y las usa para construir un relato de empatía.
Hay algo de triquiñuela en ello, tal como comentábamos antes, pero también es la demostración de un esfuerzo por conectar. La búsqueda de compensar una discapacidad de establecer conexiones debido a la distancia y el tiempo que nos separa del estudiante.
Quizás es más bien una fantasía. Es la idea de cumplir con nuestro rol para Pigmalión: pasar de ser, para las personas que interactúan con nosotros, una simple presencia rígida y oculta detrás del espejo negro, a un ser vivo que interactúa, y que complace sus necesidades narcisísticas: sentirse reconocidos, queridos y admirados. La diferencia ética que cambia esta distorsión es la de entender que nuestro “cobrar vida” no está encaminado a darnos protagonismo, sino a permitirnos acompañar. La meta no es la unicidad magistral como maravilla que el alumno debe admirar, sino como elemento erótico que cumple una función de encantamiento en relación a los que interactúan con ella.
Cobrar vida, pasar los test, tiene que ver entonces con nuestras maneras de interactuar. Algunos de los elementos que conforman esta interacción son:
· La capacidad de mantener la coherencia con el hilo de la conversación, sin que esto nos impida cambiar el tema, derivar a otros temas, incluir ideas aledañas.
· No solo entender las palabras de lo que el otro me dice, sino también el tópico[1]. Esto es, conocer el contexto y el subtexto, ser la autoridad en la materia, y leer entre líneas.
· Para pasar el test, las máquinas deben usar lenguaje natural, deben tener conocimientos, razonar y aprender. Todos estos elementos resultan muy importantes en la tutoría virtual, pero sobre todo el del deseo imperioso de aprehender al otro: conocer a tus interlocutores, sus costumbres, su estilo, lo que les gusta, lo que les disgusta, los temas que les interesan, cómo les gusta que les hablen, etcétera.
· Empatía y estética: ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de demostrar sensibilidad para argumentos artísticos o poéticos? Turing decía que una máquina inteligente debería ser capaz de responder, como ocurre a continuación, a los planteamientos que le hace un interrogador, acerca de un soneto de Shakespeare:
—Interrogador: en la primera línea de su soneto que dice: “¿Te compararé con un día de verano”, “un día de primavera” no funcionaría igual de bien o mejor?
—Testigo: no escandiría.
—Interrogador: ¿qué tal “un día de invierno”? Eso escandiría bien.
—Testigo: sí, pero nadie quiere ser comparado con un día de invierno (Turing, 1950: p.446).
Es decir, una máquina tendría que llegar a saber lo que es escandir en la métrica poética (y lo que es poesía), qué imágenes poéticas son adecuadas y por qué unas funcionan y otras no. De nuevo, algo que no necesariamente todos somos capaces de hacer[1].
Pasar el Test de Turing, no parecer una máquina, implica también ciertas actividades que podrían ser consideradas como poco adecuadas en un tutor virtual, inconvenientes, incluso poco inteligentes:
La prueba de Turing requiere que la máquina sea capaz de ejecutar todos los comportamientos humanos, independientemente de que sean inteligentes. Incluso evalúa comportamientos que tal vez no consideremos inteligentes en absoluto, como la susceptibilidad a los insultos, la tentación de mentir o, simplemente, una alta frecuencia de errores tipográficos. Si una máquina no puede imitar estos comportamientos poco inteligentes en detalle, no pasa la prueba (Saygin y Cicekli, 2002: pp. 227–258).
En el caso de los insultos, por ejemplo, es obvio que nuestra sensibilidad al insulto no puede ser motivo para que reaccionemos de manera airada, ya que esto rompería con la netiqueta. Pero tampoco podemos dejar pasar el insulto, ignorarlo o hacer como que no nos afectó. Eso resultaría frío y distante, “automatizado”. Si un estudiante nos trata de manera irrespetuosa, evidentemente, no podemos reaccionar de la misma manera, porque nuestra formación y nuestra experiencia nos ha preparado para manejar las tensiones que se generan por la desazón cognitiva de un curso efectivo y exigente, pero debemos hacer mención del hecho, comentar que no es aceptado y proponer cambios, delante de la comunidad y buscar las soluciones para el conflicto.
Por otra parte, con respecto a los errores, a los perfeccionistas nos cuesta mucho pensar en dejar faltas adrede. Lo que sí podemos hacer es cuidar menos la expresión. Dejar que las frases en nuestras comunicaciones adquieran un aspecto informal (sin dejar de ser profesionales), menos “espulgado” de dislates. No revisar los mensajes cien veces antes de enviarlos, tratando de evitar que se cuelen gazapos, o malos entendidos. Ni cargarse de angustia cuando esto ocurre. Relajar nuestra expresión para parecer humanos que conversan, en confianza, cometiendo errores, escogiendo mal las palabras, dando un giro confuso a nuestras ideas, expresando un concepto de manera incompleta, contradiciéndose, saliéndose del punto y de la raya.
Por último, la más delicada de ellas, las mentiras. Para la inteligencia artificial será un inmenso reto descubrir y manejar adecuadamente las situaciones en las que es mejor mentir a decir una rotunda verdad que lastime a nuestro interlocutor o le haga abandonar el proceso educativo. Como educadores debemos aprender a manejarnos en esa delicada frontera. De las cosas que no podemos decir, o que debemos decir de manera delicada y diplomática, para no esterilizar con un lanzallamas los esfuerzos creativos, los intentos de producir conocimiento y la maravillosa torpeza de las ideas nuevas.
Re-conocimiento
Pasar el test de Turing es cuestión de empatía y de reconocimiento del otro. De saber escucharle para reconocerlo.
Sócrates, que rehúye afirmar saberes que no posee, dice que lo único que sabe es el arte de amar (Simposio, 177d8-9). Afirmando esto hace un juego de palabras basado en la cercanía entre el término “amar” y “hacer preguntas”. Explotando este filón, saber amar es saber hacer las preguntas apropiadas. Para escuchar al otro, para reconocerle. Para hacerle entender que el oficio educativo es abrir sendas al saber, pero no desde un punto abstracto y generalizable, sino desde el lugar en el que está siendo el que aprende.
En ese sentido, lo decíamos ya antes, el maestro debe contar con una estrategia que le permita llevar un registro personalizado de sus estudiantes. Esto puede lograrlo con un recurso tan sencillo como una agenda, o con tecnologías mucho más apropiadas que estén incluidas en su plataforma LMS (Moodle, por ejemplo, permite añadir notas al perfil de cada estudiante), y en las que los tutores puedan registrar detalles o recibirlos de otras fuentes. Con ello, con cada interacción el estudiante puede sentir que el tutor lo conoce, que las interacciones que sostiene con él no son el producto de una respuesta mecánica. Usando esta información, el tutor virtual puede emprender conversaciones que, propio de la comunidad académica pero no exclusivo de ella, empezarán con preguntas, dirigidas específicamente a su estudiante.
El educador debe “amar hacer preguntas”, “amar las preguntas”, “amar con preguntas”.
El maestro debe ser un apasionado del preguntar. No el preguntar por evaluar al otro a ver si sabe o no sabe, sino el preguntar porque quiere desplazarlo de su zona de confort, del espacio en el que se ha refugiado de los pensamientos incómodos, de los que lo inquietan y lo obligan a pensar por sí mismo; para alejarse de creencias falsas, mitos y fundamentos incuestionados. Así lo afirma Sócrates: “[…] si alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que le confiere poca importancia a las cosas más importantes, y gran importancia a lo que vale poco”[1]. Sócrates practica la filosofía (y la educación) como la acción de despertar, persuadir y reprochar a todos aquellos con los que tiene la oportunidad de hablar en su constante deambular por la comunidad, como un tábano que aguijonea a un caballo[2].
Para ello debe amar las preguntas. No es fácil hacer las preguntas adecuadas. Es el arte de preguntar. Esa pasión por encontrar la pregunta más interesante, la más importante, la que muestra los velos que cubren la verdad, la que genera nuevas preguntas. Los niños saben preguntar muy bien. Porque no tienen miedo ni ideas preconcebidas. Apuntan directamente, con sencillez, sin previsiones. Quieren saber por qué el mundo que tienen delante es como es. Y lo interrogan sin cortapisas. Los adultos vamos perdiendo esa capacidad porque creemos que ya sabemos cómo es el mundo. Y no queremos molestarlo con nuestras preguntas.
El maestro tiene, por último, una vocación que no es tan solo por el conocimiento del mundo, sino el conocimiento de quien lo acompaña en el proceso de conocer el mundo: su discípulo. Está inexorablemente impulsado a ayudarlo a pensar por sí mismo y a pensarse a sí mismo haciendo y haciéndose las preguntas adecuadas.
Conexión y huevos de pascua
Además de esta conversación amorosa, basada en la pregunta justa, y tal como el anfitrión que desaparece en el momento justo para que el huésped pueda estar a sus anchas y largas; el maestro también debe ser capaz de dejar que el estudiante explore solo, abra gavetas, recorra pasillos, pruebe y tenga sus propias experiencias de la hospedería y sus alrededores.
En este sentido, el tutor puede hacer una gran contribución reforzando en sus prácticas las características de la adquisición de conocimiento que han sido esbozadas en la teoría del conectivismo:
· El tutor debe asumir una nueva postura pedagógica, en función de favorecer el aprendizaje de tipo conectivo, que progresa en red y por conexiones espontáneas, no siempre reguladas por la lógica y la linealidad de lo planificado. De ahí que no se deba esperar resultados constantes e inalterables. El tutor debe lograr entender y valorar resultados inesperados, captar los rizomas que el estudiante siguió para alcanzarlos, a partir de las interacciones que el curso genera. Esto implica flexibilidad, “mente abierta”, aceptación de una cierta entropía e imprevisibilidad. Pero también implica mayor grado de conocimiento de su materia, para crear relaciones, para descubrir los nuevos sentidos que se anuncian en la producción del curso, para diferenciar lo que es un simple rebote azaroso con lo que es un verdadero descubrimiento o ruptura creativa.
· Por otra parte, el tutor debe asumir un papel activo en la generación de esas diversificaciones complejas del proceso educativo. Debe proponer diversos puntos focales, aportar contenidos diversos y alentar que los estudiantes sigan recorridos independientes, que contribuyan con su experiencia, para que el espacio de exploración sea infinito. Debe contribuir también a que los estudiantes busquen coincidencias en su diversidad, que traten de establecer sinergias, complementariedades, progresos incluso en la contradicción de las perspectivas. De nuevo, el trabajo del tutor es garantizar que esta infinitud no sea simple desorden o laissez-faire, sino valor añadido al curso.
Esto puede ser logrado utilizando lo que se conoce como “huevos de pascua”. El principio es que si el huésped, al explorar un poco su refugio encuentra elementos inesperados (un punto gris, un enlace a otra virtualidad), se verá impulsado a seguir buscando, y después de un tiempo quizás emprenda búsquedas que no están planificadas por su anfitrión.
Y luego pueden constituirse en materiales complementarios, menos académicos, tales como artículos periodísticos, extractos de filmes, música, poesía, tebeos o cualquier otro recurso que explore los mismos temas desde otras perspectivas y estilos, con otro énfasis en el humor, la estética o la reflexión filosófica. También se pueden ocultar los huevos de pascua en las notas a pie de página, el glosario y la bibliografía. O entre líneas en el texto mismo.
Pertenencia (a manera de conclusión)
Todo lo que hemos discurrido aquí tiene como objetivo último y más importante el sentido de pertenencia.
Referencias
COTTEN, J.P. (2000): “L’expérience” de la chair chez le dernier Merleau-Ponty. Philosophique, 3 , 19-35.
(1952): “Can automatic calculating machines be said to think?”. En: Copeland, B. Jack, The essential Turing: the ideas that gave birth to the computer age. Oxford: Oxford University Press.